Buena fe procesal: El principio olvidado en la guerra de las denuncias

Buena fe procesal: El principio olvidado en la guerra de las denuncias

Buena fe procesal: El principio olvidado en la guerra de las denuncias
Imagen de contexto | Pixabay
Buena fe procesal: El principio olvidado en la guerra de las denuncias
Imagen de contexto | Pixabay

Publicado por: Rodrigo Borneck Currieco

Compartir en Facebook Compartir en Whatsapp Compartir en Telegram Copiar enlace

En Valdivia y en cualquier ciudad de Chile, cuando se denuncia abuso sexual o malos tratos contra un niño, la reacción del sistema es inmediata y se busca aplicar medidas que los protejan y resguarden de manera efectiva. Como parte de estas acciones, y en particular si el presunto agresor es uno de los padres, muchas veces se restringen visitas, se ordenan medidas cautelares y el progenitor denunciado —casi siempre el padre—, queda fuera de la vida cotidiana de sus hijos. Esa respuesta tiene una lógica correcta, pues ante la duda, primero la niñez.

El problema es lo que ocurre cuando la denuncia carece de sustento fáctico, cuando sin medir consecuencias se realiza acusación que no se condice con la realidad objetiva, y peor aún, se realiza como una forma de causar daño. La mayoría de los casos obedecen a situaciones reales donde se busca activar el sistema judicial como un acto de protección hacia quien está en peligro. Sin embargo, existen denuncias instrumentales, hechas por múltiples motivaciones, que terminan usando a los hijos como “carne de cañón”, donde el costo humano es enorme y casi siempre silencioso.

Para efectos de contextualizar, 2024 cerró con 50.070 causas por delitos sexuales ingresadas al Ministerio Público, un 5% más que 2023. Es la cifra más alta de la serie reciente y el 70% de las víctimas son niños, niñas y adolescentes, lo que permite graficar la gravedad del fenómeno y la presión que recae en Las Fiscalías y también sobre los Tribunales de Familia que aplican medidas de protección ante la ocurrencia de hechos de esta naturaleza. Esa sobrecarga alarga plazos y, de paso, extiende la vigencia de medidas cautelares que interrumpen el contacto paterno-filial por meses o incluso años.

A nivel local, Los Ríos registró en 2024 una victimización de 21,6% (ENUSC), prácticamente en línea con el promedio país, y una victimización por delitos violentos de 4,5% de hogares según la síntesis regional del INE. Son números que no hablan de “falsas denuncias” en sí, pero describen el clima real en el que se toman decisiones urgentes y muchas veces traumáticas para las familias.

Volviendo a lo principal de esta columna, ha de tenerse presente que, cuando el sistema se activa, el foco institucional se centra con justa razón en los niños, pero el presunto agresor queda fuera del circuito afectivo. Si la denuncia más tarde se desmorona, el daño ya está hecho. El hijo o la hija, al comprender con el tiempo que pudo haber sido instrumentalizado en una guerra de adultos, experimenta un doble abandono. Por una parte, el del padre del que fue separado, con quien muchas veces no logra re-vincularse emocionalmente, y por otra, del progenitor que mal utilizó la denuncia como herramienta. Esa herida no cae en ninguna estadística y recién ahora se está visibilizando públicamente con más fuerza.

El caso de Jorge Tocornal se ha vuelto un emblema para discutir este tema. Condenado en 2007 por la violación de su hijo mayor y actos de connotación sexual contra su segundo hijo, pasó diez años privado de libertad. Él siempre sostuvo su inocencia, y bajo esta misma lógica, su hijo mayor al cumplir la mayoría de edad se retractó y señaló textualmente: “por el miedo que le tenía a mi mamá culpé a mi papá”. La Sala Penal de la Corte Suprema dejó “en acuerdo” su recurso de revisión el 31 de julio de 2025, no obstante, Tocornal falleció en septiembre de este año y hoy son sus más cercanos quienes buscan que su nombre se limpie públicamente.

Más allá del desenlace en este caso particular, la reflexión debe realizarse en torno a encontrar el justo equilibrio entre la protección debida a los niños, y la preservación de vínculos y garantías cuando la prueba es frágil o contradictoria.

Todo lo dicho, en caso alguno aspira a reducir los estándares de protección. Lo que se propone es algo distinto, que ese resguardo institucional conviva con un deber activo y constante de buena fe procesal de todos los intervinientes, esto es, denunciantes, abogados querellantes y defensores, peritos, equipos técnicos, fiscalías y tribunales. La Buena fe procesal, en este contexto, se traduce simplemente en no instrumentalizar las medidas cautelares para fines ajenos a la tutela de los niños, niñas y adolescentes. Se traduce en que se apliquen cautelares proporcionales y revisables con peritajes en etapas tempranas de la investigación y/o del proceso judicial, entrevistas especializadas y decisiones que cuiden el vínculo cuando la evidencia no impone romperlo. Significa que, si una denuncia se realizó de forma maliciosa, existan sanciones efectivas y reparación para quien fue separado injustamente de sus hijos. Varias iniciativas legales han buscado tipificar y sancionar con mayor claridad las denuncias dolosas, en paralelo a fortalecer estándares de persecución de los delitos sexuales, porque claramente, ambas cosas son plenamente compatibles.

Para no perder la visión general, debemos considerar que La Defensoría de la Niñez viene advirtiendo un recrudecimiento de formas las graves de violencia sexual contra niños, niñas y adolescentes —incluida la explotación sexual—, por tanto, el peligro es real y bajar la guardia no es opción.

El desafío entonces es doble. Debemos dar máxima protección a víctimas reales, y, con la misma energía, sancionar a quienes han instrumentalizado el sistema con fines personales.

Si como sociedad asumimos que la protección de los niños y el debido proceso pueden convivir sin banderas ideológicas, daremos un paso fuera del ruido que muchas veces ensordece. Esto no se trata de creerle a uno u otro por principio, sino de creerle a la evidencia, y de no poner en jaque a los sistemas de protección a través de mentiras disfrazadas de verdad, donde a la postre, los grandes perdedores son los propios hijos que ven destruido el vínculo con sus padres.

Subir al comienzo del sitio